John Huston, las Bellas Artes y una grieta en la mirada

“Mi vida ha estado muy bien, pero no tengo la menor idea de cómo llegué a este momento de mi vida, en el que he perdido la huella de mis años. He vivido muchas vidas y me inclino a tener envidia al hombre que vive una sola, con una mujer, un trabajo, un país… bajo un solo Dios. Quizá esa no sea una existencia emocionante, pero al menos cuando llega a mi edad sabe cómo ha llegado. Yo no lo sé. Sólo cuento los nombres de aquellos que se han ido y de aquellos que aún están: los cuento como un pirata cuenta su botín al final de un largo viaje”.

Lo firma John Huston, el mismo que abrió la puerta del cine con ‘El halcón maltés‘ y la cerró con ‘Dublineses‘. El mismo que rodó su testamento en silla de ruedas y con máscara de oxígeno. El mismo que amaba la vida más que a sí mismo, el mismo que huía hacia adelante, que pintaba, boxeaba, bebía, apostaba, ganaba, perdía, caía y se levantaba.

El viejo de Nevada no era amigo de andarse con rodeos. En “Dublineses” adapta un libro corto de James Joyce, ‘Los Muertos‘, y sienta en la mesa, sin aderezos ni vaselina, a la zorra de la guadaña.

“El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida.”

Forma parte de la secuencia final. Durante la misma, Huston, por primera vez en todo el metraje, se distancia del libro de Joyce y de su propia mirada, también de su filmografía anterior y de la retina que observa la escena desde la butaca.

Todos, de alguna manera, ya estamos muertos. 

Muertos como los personajes que pueblan cada plano de la película, como los días grises que nacen con el despertador del móvil, como los créditos hipotecarios y los sueños aplazados para un mejor mañana, ese Macondo en el que no suena el despertador.
Ese que no llegará nunca.

Una grieta en el museo

El relato de Joyce funciona como una despiadada crítica al inmovilismo, a un tiempo que se consume. A una sociedad atrapada en sus viejas convenciones, sin expectativas ni Rosas Blancas.

Lo mismo que parecen gritar las paredes del museo de Bellas Artes de Valencia, la segunda pinacoteca de España (después del Prado), un gigante de piedra y barro, una decadente sombra, inerte y mustia, que observa desde la barrera como pasan los años, los Calatravas, las nits del foc, las regatas, las modas, los periódicos electrónicos y las revistas de tendencias.

El museo se ahoga, como Artax, en el pantano de la tristeza. Se muere. Veinte años de una interminable obra de ampliación inacabada, grietas aparecidas en retablos góticos, problemas de climatización, desapariciones y goteras.
Y se muere, por encima de todas las cosas, porque nadie lo mira. Porque nadie se emociona en sus salas, porque los pasos se oyen fuera, allá donde suenan los despertadores.

No sé cual es el epitafio de Huston. Pero imagino las palabras escritas en la carta dentro de la botella,
Las cosas se acaban. Sin más, sin neones ni retrospectivas en La Fábrica ni notas a pie de pagina.
Se acaban.

“Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida.”

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